De morir por una causa, a Gran Hermano.


Soy de los que miran al futuro con un (a veces hasta ingenuo) exacerbado optimismo, pero no deja de ser interesante revisar pasados, porque contienen los sucesos ascendentes de los que siguen, y en buena forma los explican.

Quienes transitamos la “mediana edad” y quienes suman algo más somos testigos de una drástica involución en los valores de las personas y, por ende, de la sociedad en su conjunto. Hablo de valores intelectuales, morales, sociales; pero, fundamentalmente, hay una dramática disminución en las consideraciones comunitarias, en las preocupaciones públicas, sobre todo en las participaciones políticas, gremiales o sindicales. Es cierto que abundan ONG´s de todo tipo y actividad que aportan y mucho al mejoramiento de la calidad de vida ciudadana, pero si tenemos en cuenta el crecimiento demográfico producido en los últimos cuarenta años, seguramente la proporción de quienes hoy ejercen roles en áreas sociales es inferior al de décadas atrás.
El más afectado de todos los valores es –a mi entender- el compromiso. Las nuevas generaciones parecen no registrar en sus códigos el hecho de involucrarse en causas comunes, algo que antaño era tan contagioso que “contaminaba” a verdaderas masas. El voraz impulso surgido en los sesenta envolvió a las juventudes inculcándoles a fuego la lucha por un mundo mejor, por un país mejor, por una sociedad más justa, más igualada. Una lucha que llegaba a provocar –en instancias extremas- la incorporación a organizaciones terroristas que buscaban (como todas ellas) alcanzar el poder por las armas para instaurar “la revolución” que cambiara las cosas.
Sin defender los extremos, es imposible no recordar con un dejo de resignación tal torbellino de posiciones, de debates, de ideas, de compulsas, en aras de transformar realidades que, como en todas las épocas, siempre son injustas.
Hoy, a esa imagen nostálgica y romántica de los sesenta y los setenta –que algunos parecen querer revivir, de manera por demás equivocada- se contrapone una visión de jóvenes que convierten en “próceres” a personajes que aparecen en la televisión, emocionándose, sufriendo e identificándose con existencias por demás insignificantes (sin ofender a nadie, solo por comparación con lo antedicho), o buceando por las inmensidades de las comunicaciones de hoy posibilidades de vida que solo son pasatiempos y que en nada aportan al bien común, a la comunidad, y ni siquiera a ellos mismos. La sociedad ha alcanzado una verdadera claudicación en ese sentido, pero no estimo que se trate de un “suicidio intelectual”, sino más bien de un asesinato. Quienes vivimos en Latinoamérica hemos padecido dictaduras que han dejado como peor legado ese aniquilamiento de la capacidad de compromiso y de participación de la gente. Fue allí el quiebre determinante de la cultura de la propuesta, del intercambio, de la mano tendida. Y las posteriores democracias poco han hecho para recuperar el terreno perdido y mucho han colaborado en generar una ciudadanía aséptica, indiferente, egoísta e individualista.
No parece que desde el Estado se propongan campañas que intenten fomentar el espíritu participativo, solidario, político, público. Más bien todo lo contrario. Queda para quienes somos padres lograr que ese criterio pueda ser inculcado en quienes nos sucedan, para volver a recomenzar –pero en serio- un profundo proceso de perfeccionamiento de la sociedad. ¿Vos qué opinás…?

Ese hermoso bicho raro


La mitología dice que en su vida anterior la mujer fue un hombre malo, y que su comportamiento fue castigado trayendo a ese ser nuevamente al mundo pero con forma femenina, de manera de que padezca lo suficiente para exculpar sus faltas. ¡Vaya condena a la que se ven expuestas las mujeres con su mensual sufrimiento! De todos modos, la contra-cara de ese periódico tormento es la gloriosa posibilidad de concebir y de dar a luz, circunstancia que a los hombres solo nos permite ser envidiosos espectadores.
Así las cosas, desde que el mundo es mundo la mujer ha venido sobrellevando, a mi entender, un raro rol: el de subordinarse socialmente al hombre, aunque en privado sea muchas veces quien lleva los pantalones y –en incontables oportunidades- hasta es la responsable de las decisiones que sus maridos lanzan a la comunidad como si fueran resoluciones propias…
Hoy en día, ese rol ya ha quedado un poco de lado, no porque ya no tomen decisiones (todo lo contrario) sino porque ya no necesitan del partenaire para que las mismas salgan a la luz. La mujer no solo ha tomado vuelo propio: en estos momentos es clase dirigente en ascenso y lo va a seguir siendo durante las próximas décadas (si a alguien le queda duda de ello, que se pare un ratito frente a la puerta de una facultad y cuente los estudiantes de cada sexo que salen de allí).
Quienes de ellas han ido ocupando puestos importantes en todos los ámbitos en los últimos años vienen desarrollando gestiones que podrían calificarse como realmente eficientes y dotadas de ese toque de feminidad que, obviamente, solo ellas poseen. Haciendo gala de sus virtudes únicas, como lo son su poderosa intuición, su honestidad, su incansable capacidad de trabajo muy superior a la del hombre, la visión más humana de los problemas, el sentido estético tan desarrollado que tienen, una pasión envidiable en lo que hacen, un increíble talento para adaptarse al cambio que los tiempos provocan, una drástica practicidad para concluir etapas y pasar a otras, o su mayor debilidad por los que sufren o no pueden. La mujer es un formato humano “mejor terminado” que su opuesto. Que, por supuesto también tiene virtudes muy propias (una mejor capacidad de cálculo, una relación más eficiente con las tecnologías, una visión más amplia de las cuestiones) pero que, haciendo odiosas pero a veces necesarias generalizaciones, denota aspectos aún primitivos que la mujer parece no ostentar. No voy a enumerar esos aspectos, los dejo para la reflexión personal de cada quien, pero es indudable que existen y son muchos.
El siglo XXI verá un posicionamiento de la feminidad (no del feminismo, no me simpatizan los “ismos”) que seguramente beneficiará a la clase humana, al mundo todo. Es más, creo sumamente necesario que así sea; después de todo, a la vista está lo que la masculinidad hizo de este planeta durante su largo reinado.
Es el turno del “bicho raro”, hermosamente raro. Y estoy convencido de que defraudará mucho menos que sus antecesores en el poder… ¿Vos qué opinás…?

Ay, mi Dios…!


Es difícil hablar de religión. Es difícil hablar de la fe, del Dios en que cada uno cree o de la no creencia en ninguno de ellos. Porque aunque sigue y seguirá siendo un tema muy personal, no deja de tener un costado cultural por demás influyente; diría que -en muchos casos- totalmente determinante.
Siempre me pregunto si me gustarían las corridas de toros de haber nacido en España o en México. O si me desviviría por el béisbol si fuera estadounidense. Y supongo que sí, como escucho a los Redonditos de Ricota o muero cuando juega Boca por vivir y haber nacido en este confín del mundo. Parece raro que algo tan rechazable como es (para quienes vivimos por estos lados) joder a los toros en la fiesta de San Fermín, pudiera ser agradable y hasta producir gozo si en vez de ser de aquí fuera de allá…
El tema de la religión tiene mucho de esto. Es realmente asombroso que distintas religiones, con distintos dioses por supuesto, puedan generar una fe que llegue al fundamentalismo, como si sus fieles tuvieran verdadera comprobación científica de que el Dios cierto es el de su creencia y no el de otra. Y, aún sin llegar a los extremos, no deja de ser prodigioso ver tanta devoción y práctica religiosa hacia distintos dioses, en los diferentes lugares de este pequeño gran planeta.
Sin duda, es muy improbable que quien nazca en una familia cristiana sea budista, o cuestiones similares. Desde ya. Y es también muy poco probable que en el seno de una comunidad que profesa una religión haya una familia que cultive otra creencia. Por eso digo que la carga cultural es prácticamente concluyente. Y entonces surge la pregunta: ¿Cómo puedo yo creer tan fervientemente que mi religión es la “verdadera”, la “cierta”, cuando prácticamente la heredé por haber nacido donde nací? ¿Cómo, si un musulmán tiene la misma seguridad de su propia religión? ¿Hay un Dios para los musulmanes y otro para cada religión? Por supuesto que no. Entonces ¿cómo puedo ser un creyente ferviente, convencido por completo de mi fe?
Obviamente, estos conceptos son los que mueven a muchos agnósticos a descreer de las religiones (algunos hasta opinan que solo es un método de dominación más).
Claramente, no pretendo resolver desde esta columnita un conflicto que es tan viejo como la Humanidad misma y que merece tomos de tratamiento. Solo plantear mi propia reflexión al respecto y escuchar alguna otra.
Hay más de tres mil dioses en los que la gente del mundo cree o creyó. ¿Mucho, no? Por eso soy de los que creen que “Dios está hecho a imagen y semejanza del Hombre”. La religión, a su vez, es solo la forma de llegar a Él, sea quien sea para la creencia de cada cual.
Mi conclusión, como creyente de que un Ser superior existe, es que –después de todo- lo más lógico sigue siendo profesar la religión que cada uno tiene, o heredó. No porque sea la “verdadera”, sino porque es la forma que uno aprendió y tiene más a mano de profesar su devoción por ese Ser superior. Sin fundamentalismo, sin discriminación, con tolerancia a cualquier creencia o cultura religiosa, tratando de canalizar la fe de una forma ritual, una necesidad del ser humano desde que llegó al mundo.
Seguramente, un experto en Teología podrá tener múltiples aristas de este tema. Pero la visión personal de cada quien me parece más interesante que la de un erudito en la materia. Yo creo en lo expresado más arriba. ¿Vos qué crees…?

Yo pude ser vos...


Es notable la facilidad con que el ser humano discrimina. A menudo oímos rotular con distintas etiquetas –siempre peyorativas, por supuesto- a tal o cual persona, con el único afán de menospreciarla, subestimarla o hasta culparla de determinadas miserias o defectos. No es necesario desplegar aquí la lista de ellas, todos las conocemos, las escuchamos habitualmente, incluso de autoridades de toda índole (¡hasta religiosas!).
Siempre me pareció un hecho de gran ignorancia la cuestión. Sin lugar a dudas, para mí, es un hecho de ignorancia. Y son tres los aspectos fundamentales en los que se sustenta mi razón para llegar a esa conclusión:
1. Obviamente, aunque seamos distintos, nadie nace más que nadie. Solo la sociedad puede hacer diferencias, la Naturaleza no las hace ni las hará;
2. Nadie nació donde quiso nacer. Nadie eligió la familia, el país, la zona, la religión de sus progenitores, nadie eligió su raza ni su color. Nadie ha elegido nunca nada para nacer. Dios (para los creyentes) o la Naturaleza ha sido responsable de nuestra venida al Mundo en las condiciones que fueron. No hay ni habrá jamás mérito que alguien pueda apreciar respecto de su nacimiento y, por ende, sus “virtudes” innatas que lo “diferencien” de los demás. ¿Quién puede vanagloriarse de algo que –además de ser un sin sentido- no tiene nada de virtud propia?;
3. La discriminación siempre es relativa. Aunque alguien crea que puede discriminar a quienes considera “menos persona” que él, en algún momento puede tocarle sufrir en carne propia la misma aberración. ¿O acaso, por más “high society” que sea un sudamericano, no puede ser “sudaca” en algún lugar del mundo o al menos ser tratado de manera “diferenciada”?
Siempre pregonaré estas tres cuestiones, más allá de que la política debería estar más preocupada en que las masas sean gente y se les brinde así educación, trabajo y niveles de vida más igualitarios que permitan achicar diferencias que algunos aprovechan para convertir en discriminación o hasta en esclavitud, de todo ello no hay duda. No obstante, discriminar no sirve de nada, por el contrario solo empeora las cosas, generando rencores, resentimientos y desigualdad que se sufren y distancian más a las partes.
Seguramente, las clases dirigentes –fundamentalmente la de gobierno- tienen el mayor poder de decisión para revertir situaciones de este tipo, acortando el abanico posible de niveles sociales (como en Europa), o al menos elevando el piso de ellos. Pero mucho queda para la gente, para cada persona; es menester entender que todos somos o pudimos ser el otro, que cada uno de nosotros podría tener otra nacionalidad, otro color, otra raza u otra religión y que lo mejor es horizontalizar cualquier estúpida pirámide jerárquica humana, desde ya inexistente.
Sería deseable que el mundo avanzara en lo social al ritmo en que avanza en lo tecnológico, pero como este logro es algo que supera la capacidad personal de cada uno de nosotros, al menos sería positivo que cada cual revise sus valores y principios para mejorar en algo lo que se pueda de este mundo. Y no discriminar es algo que sumaría mucho. ¿Vos qué opinás…?

Hoy quizás muera


Hay cuestiones muy paradójicas en la mente humana. Una de ellas es mirar sin ver. Que los hechos pasen delante de nuestros ojos y no podamos advertirlos, no logremos entenderlos, y por ende, asumirlos. Un proverbio chino reza “Dímelo, y lo olvidaré. Muéstramelo, y lo recordaré. Involúcrame, y lo entenderé.” Y quizás sea eso: no logramos involucrarnos con las cosas, y entonces no las entendemos, y –al no entenderlas- no las podemos asumir, no podemos comprometernos con ellas.
En la Argentina, todos los días, CADA DOS HORAS, una persona muere en un accidente de tránsito. Todos los días, unas cincuenta personas dejan de existir por lo mal que nos conducimos por la calle (peatones y conductores), por lo poco –casi nada- que nos respetamos en la vía pública. Se estima que en Latinoamérica cada año se producen 122 mil víctimas fatales y por cada uno de ellos hay entre 20 y 50 lesionados.
Y es difícil que alguien sea lo suficientemente conciente como para pensar “hoy quizás muera…”. ¿Usted conoce a alguien? Yo no. Nadie cree que hoy va a morir en un accidente vial, pero, la verdad: de todos los habitantes que hoy tiene la Argentina, mañana habrá cincuenta que ya no existirán por esta causa. Nadie piensa en que puede ser uno de ellos, pero, ¡ojo!: los cincuenta se suman todos los días, y algunos van a integrar esa lista…
Alguien podrá decir que esta es una verdad de Perogrullo, que lo es. Sin embargo, aún de Perogrullo, es una verdad. Nadie (ni yo) asume que hoy va a morir de esa forma. Ninguno de los cincuenta que morirán hoy lo pensó. Y entonces, miro las cosas desde otro foco y reflexiono: si yo supiera que HOY VOY A MORIR en un accidente de tránsito ¿no haría algo para cambiar las cosas? ¿No intentaría modificar esta realidad de sucumbir tan absurdamente? Si todos empezamos a recapacitar que quizás hoy o mañana integremos la lista… ¿No seríamos más prudentes, no tomaríamos más recaudos? Parece que siempre las cosas le pasan a otro, pero no es así. Repito: de todos quienes hoy amanecimos en nuestro país, cincuenta no terminarán el día por culpa de accidentes de tránsito.
Decía Cortázar que las revoluciones tienen que empezar en la cabeza de cada hombre para que algún día la concreten los pueblos. Yo voy a empezar con la mía para poder cambiar en algo este estado de cosas. Después de todo, y a causa de un siniestro vial, hoy quizás muera… ¿Vos qué opinás…?