Un día, un mundo diferente


Aquel día, todos supimos que era una bisagra en la historia contemporánea, que quizás marcara una nueva era, como la Caída de Constantinopla en 1453 marcó el fin de la Edad Media. Todos intuimos que un nuevo orden mundial iba a empezar a regir, pero quizás ninguno supo ese mismo día las innumerables consecuencias que traería –para todo el mundo, sin excepción de países- los cambios en la seguridad, en la economía, en el trabajo, en la cultura y en los otros múltiples aspectos de la Humanidad.

Hoy, a diez años de aquella tragedia, el mundo es un lugar mucho más inseguro que entonces (demos por hecho que el factor sorpresa que la delincuencia y el terrorismo esgrimen es suficiente para asestar su golpe casi siempre, por más trabas que se pongan en todos lados), pero no solo por el terrorismo, sino por la convulsión que aquellos hechos produjeron y que, para mí –repito- quedarán en la Historia Universal como el inicio de una nueva era.

La “primavera” de los países norafricanos y árabes –que de primavera solo tendrá muy poco porque cuando se liberen de sus dictadores se trabarán luchas intestinas en búsqueda del poder destronado-, la convulsión de los indignados en Europa (con verdaderos escándalos en países casi impolutos a este tipo de hechos, como Gran Bretaña), con sus múltiples rescates financieros a diversos países que van cayendo en efecto dominó y otras revueltas menores en Medio Oriente y África Central no son ni más ni menos que el “efecto post-quirúrgico” de la disección de las Torres Gemelas neoyorquinas, símbolo del poder estadounidense hasta entonces.

Lo que sigue todos lo sabemos: la estupidez y canallesca actitud de un presidente norteamericano que “aprovechó” los hechos para salir de cacería con motivos que se supieron mentirosos (aunque todos lo suponían) tiempo después, los desastres en Irak y Afganistán con más de un millón de muertos de manera directa o indirecta, miles de soldados estadounidenses muertos, mutilados o suicidados tras su paso por semejantes historias y billones de dólares gastados en guerra que hoy aprietan al mundo con altos costos financieros, desocupación, miseria y muerte.

Cada quien tendrá su posición respecto de los ataques del 11-S (y los posteriores en Madrid y Londres). Lo que sí es cierto es que marcaron para siempre el transcurrir de la vida del mundo desde aquel momento. Quizás, tanto daño provocado pueda terminar en un verdadero cambio de paradigma que permita entender que si el mundo no se junta, jamás se salvará.

PD: Solidaridad a todas los familiares de víctimas por actos de terrorismo en cualquier momento y lugar del mundo en que se hayan producido.

La Lealtad


En una conferencia ofrecida en Madrid por Julio Cortázar en 1981, el prolífico escritor argentino argumentaba que si algo sabemos los escritores es que las palabras pueden llegar a cansarse y a enfermarse, como se cansan y se enferman los hombres o los caballos. Hay palabras que a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder poco a poco su vitalidad. En vez de brotar de las bocas o de la escritura como lo que fueron alguna vez, flechas de la comunicación, pájaros del pensamiento y de la sensibilidad, las vemos o las oímos caer corno piedras opacas, empezamos a no recibir de lleno su mensaje, o a percibir solamente una faceta de su contenido, a sentirlas como monedas gastadas, a perderlas cada vez más como signos vivos y a servirnos de ellas como pañuelos de bolsillo, como zapatos usados.

Hay muchos vocablos que a lo largo del tiempo se han enfermado (muchos de muerte) y que sus enfermedades han mutado el verdadero sentido del término, como cualquier enfermedad cambia al enfermo. También existe el caso de quienes suelen aferrarse a una palabra como propia, trastocando su concepto y llegando a lograr que quienes no comparten la ideología de ese grupo eliminen de su vocabulario tal término con el fin de no aparecer “pegado” a una corriente de pensamiento con la que no comulgan. Tal es el caso de la hermosa palabra “lealtad”.

La lealtad, en nuestro país, es sinónimo de peronismo. Con ella se reivindica la idolatría a una “conducción” (otro concepto propio del peronismo), que –como todo sistema verticalista- restringe el debate, el intercambio y la pluralidad. “Lealtad” es un concepto que el peronismo atildó como muy propio a los intereses de “estar con nosotros”, lo que desvirtuaba por completo y hasta combatía todo lo que estuviera “fuera del sistema”. Algo que, sin lugar a dudas sigue manteniéndose hasta el presente, denostando al que piensa diferente y “premiando” a los “leales” al régimen (sí, régimen).

Nada tiene que ver con ello la lealtad, que es uno de las más nobles virtudes que puede sentir un ser humano y que de ninguna manera contiene en sí misma ninguno de los vicios anteriormente descriptos…

En la lealtad, que “para que sea real debe ser recíproca”, como decía acertadamente el propio General Perón en una carta de 1960 al último canciller de su segundo gobierno, el Dr. Ildefonso Cavagna Martínez, se ponen en juego cualidades que tienen que ver con la fidelidad, con el respeto, con el “juego limpio”, con los códigos que hacen al grupo o conjunto de personas que conviven en una institución, una empresa, un club, una escuela, una comisaría o cualquier otra organización.

Según el Diccionario de la RAE, la lealtad es:

1. Cumplimiento de lo que exigen las leyes de la fidelidad y las del honor y hombría de bien.

2. Amor o gratitud que muestran al hombre algunos animales, como el perro y el caballo.

3. Legalidad, verdad, realidad.

En ningún caso, el vocablo hace referencia en su significado a la reverencia incondicional y subordinada, a la genuflexión cuasi religiosa a un líder o a un “movimiento” ni a nada que no tenga que ver con el amor, la gratitud, el respeto, el honor y la hombría de bien.

En la práctica, la lealtad se expresa en el compañerismo de equipo, en la consecuencia y defensa de ideas o ideales de conjunto, en el desarrollo y el crecimiento sostenido de una entidad en base al espíritu de grupo, en la solidaridad con el igual o el desigual, en creer en quienes están a nuestro lado, pero siempre es una relación de ida y vuelta que se retroalimenta con las virtudes que cada quien aporta. Por supuesto que, como decía Vicente Alexandre, “Ser leal a sí mismo es el único modo de llegar a ser leal a los demás”. No existe lealtad de ida, como tampoco existe la lealtad solamente en el “movimiento peronista”, al punto de –al menos en la Argentina- haber podido enfermar a la palabra (parafraseando a Cortázar) dejándola casi “proscripta” para el uso por todo aquel que no comulgue con los ideales del General y de sus interminables sucesores. ¿Vos qué opinás…?