Un momento de meditación


Hace años, cuando terminaba la programación de los canales, un microprograma conducido por un sacerdote hacía unas reflexiones religiosas y espirituales como fin del día e invitaba a un buen descanso para empezar bien la jornada por la mañana.

Ese “momento de meditación”, que así se llamaba, intentaba ser un instante de relax, de sosiego, de invitación al silencio y a la introspección evaluando el día que terminaba. No estaba mal, para nada, más allá de que agnósticos o ateos no comulguen con las ideas que pueda comunicar un cura católico…

Esta nota es la primera que escribo en cinco meses. Y más allá de mis actividades que han aumentado porque mi rehabilitación así lo requirió, además de mis menesteres laborales, fue decisión propia hacer un paréntesis, una pausa. Un momento de meditación. En aquel mes de setiembre empecé a notar que las palabras nos estaban haciendo mal a los argentinos. A mí, que amo el idioma desde que soy chiquito y que, con solo cuatro años, le leía a mi abuela lo que había escrito ese día mi abuelo en el diario “La Nación” (mientras a la nona le corría algún lagrimón al ver a su pequeño nieto hacer lo que parecía una “hazaña” para una trabajadora e inmigrante como era, que tanto había peleado por sacar adelante a su familia, como casi todos los de su generación). A mí, que desde aquellos tiempos siempre me gustó expresarme por este medio, el idioma (hubiera estado bueno ser pintor o músico también ¿por qué no?), en setiembre me comenzó a “hacer ruido” precisamente mi idioma. Empezó a parecerme que el Castellano que hablamos en la Argentina ya no tiene posibilidades de comunicarnos. Ni más ni menos que eso. Que por más vocabulario que tenga, ese castellano nos estaba desuniendo, distanciando. ¿Para qué otra cosa puede servir un idioma si no es para comunicarnos, lo que significa entendernos, acercarnos, educar, debatir ideas y proyectos, planificar el futuro, en definitiva: expresar nuestras ideas para tratar de consensuarlas?

No. En la Argentina eso ya no nos pasa. Hoy usamos las palabras para agredirnos, para menospreciarnos, para insultarnos, para prevalecer en las ideas sin dejar espacio al otro para expresarse. Sí, hasta para pelearnos, aún entre los miembros familiares. Años han manoseado el idioma desde los niveles dirigenciales usándolo para vilipendiar, difamar, denigrar, ocultar, tergiversar, mentir, que ello ha terminado por hacer mella en el uso general de la comunicación como forma más de agresión que de empatía, más de alejamiento que de acercamiento, más de desentendimiento que de concertación.

Y me duele, ¿cómo no me va a doler? Alguien que ama escribir y expresarse de esa forma no puede más que quedar atónito ante lo que ve: que el lenguaje separa más de lo que une.

Lógico, alguien dirá que “no es el idioma sino los pensamientos opuestos lo que nos aleja”, pero en verdad la manera de hacer “ver” nuestros pensamientos es manejar las palabras, solo eso: elegir y manejar las palabras. Por eso creo que es nuestro castellano el que ha sufrido tanto que ya casi no nos comunica: quien quiere escuchar una cosa no quiere escuchar la otra, y del otro lado pasa lo mismo. No hay ligazón, porque ninguna de las partes la quiere. Todo está dividido y en esa división el idioma ganó en palabras cargadas de agresión, de rencor, de intolerancia, de segregación y discriminación, de todo aquello que significa “desunión”, lo opuesto a lo que apunta un lenguaje.

Me pareció entonces que hay momentos en la vida en que es mejor no decir nada. Simplemente, porque nada aporta. Lo que digas lo tomarán quienes piensan como tú, y los demás lo tomarán en su contra. No hay contacto, con lo cual ¿para qué hablarle solamente al que piensa como uno? Siempre pretendí debatir ideas desde este rinconcito, pero eso ya no es posible. No lo logran los medios (que tienen su posición e intereses, lógicamente), no lo logran los políticos, que también llegan solo a sus parcialidades, no lo logra la Justicia, no lo logra la gente común, que pelea en cualquier reunión…

Así, pensé en mis momentos de meditación, esos que me permito por la noche, antes de descansar. La meditación me ha ayudado mucho en mi recuperación, y aunque debiera practicarla al menos dos veces al día, las ocupaciones solo me permiten hacerlo antes de dejar la vigilia y entregarme al descanso. En ella, solo existe silencio. Un silencio profundo y reparador. Un silencio que cura, que perdona, que busca la verdad. Un silencio que distiende, que alivia, que es un bálsamo ante las vicisitudes que nos tocan. Quienes la practican saben de lo que hablo, y si no lo hace Ud., lo invito a intentarlo, es muy beneficioso. Lamento que mi querido idioma haya sufrido tanta degradación, al punto de querer dejarlo de lado un tiempo porque siento que no puede cumplir su función. Mientras tanto, ojalá la sociedad toda practique la meditación y, quizás, en el más profundo silencio, empecemos a entendernos de nuevo. ¿Vos qué opinás…?